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Escuchar con otros oídos, ver con otros ojos

Los Colochos Teatro regresó a Guadalara con Nacahue: Ramón y Hortensia para dar dos funciones en un Teatro Alarife que tuvo solo un cincuenta por ciento de público pero que merecía un lleno total.

Por Mauricio Carvajal





Fui al teatro a ver la segunda y última función de Nacahue: Ramón y Hortensia en Guadalajara sin saber absolutamente nada del montaje. La obra retoma la tragedia de Romeo y Julieta y la sitúa en un contexto cora-huichol, hablada en español y náayeri sin subtítulos, algo que me tomó por sorpresa. Producida por la compañía Los Colochos Teatro, la obra forma parte de su repertorio que adapta clásicos de Shakespeare al teatro nacional.

Antes de que se iniciara la obra los actores nos pidieron, tanto en náayeri como en español, que abandonáramos el hábito de entenderlo todo con la razón y abriéramos nuestros sentidos a una percepción distinta: “Escuchar con otros oídos y ver con otros ojos”.

Esta convocatoria inicial no es un mero adorno, es el núcleo de un montaje que entiende la incomunicación como punto de partida dramático.

La función comenzó con un juego escénico sutil pero eficaz: un actor hablando únicamente en náayeri estableció comunicación directa con una espectadora, con lo cual demostró que el entendimiento (y la comedia) puede sobrepasar la barrera de las palabras. Sin embargo, al avanzar los primeros minutos sin nada de español, sentí una densidad perceptiva asfixiante por no poder entender lo que se decía, a pesar de ya conocer el original.

Lejos de ser un defecto, esa confusión funcionó como una trampa emocional: la frustración de no entenderlo todo con claridad me obligó a recolocar mi atención y explorar el espacio y la musicalidad como si fueran un nuevo lenguaje por descifrar. Esta estrategia, lejos de alejarme de la narración, me ancló a la honestidad del montaje. Poco a poco, la obra encontró un pulso compartido: la historia de Hortensia contada en nuestra lengua establecía puntos de referencia, y el náayeri de Ramón cada vez cobraba más sentido. Esta oscilación permitió que el ritmo dramático se liberara, convirtiendo la anécdota en un viaje emocional intuitivo y refrescante.

La diseñadora Auda Caraza trenza (literalmente) montañas, ríos y paredes hechas con listones de colores, símbolo de la artesanía huichol y metáfora de los lazos que unen o separan a los pueblos. Esa escenografía no literal trasciende el folclorismo, es a la vez bella y contundente. Un solo listón rojo cruzando el espacio fue suficiente para visibilizar la herida de una flecha o el dolor de una pérdida. Esto juega de manera perfecta con esta interpretación que encuentra su fuerza en los momentos oníricos muy característicos de las comunidades originarias. Se trata de una evocación estética específica que permanece en mi memoria aún mucho después de terminado el montaje.

Bajo la dirección y dramaturgia de Juan Carrillo, con textos de Marco Vidal y traducción al náayeri de Edisa Altamirano Domínguez, la pieza reafirma que los grandes relatos conectan con más fuerza cuando se traducen a nuestra realidad local. La rivalidad de estas familias se convierte en el choque de dos comunidades indígenas; el amor de dos opuestos, en la búsqueda de comunión más allá de una tierra dividida. La lectura de género, con un Ramón sensible y vulnerable y una Hortensia fuerte y decidida, añade capas de profundidad. Aquí vemos a una Julieta que huye de un matrimonio violento y da paso hacia lo desconocido hablándonos de la violencia machista en contextos indígenas y de la necesidad de este personaje de tomar las riendas de su destino. 

Esta dimensión, gestada desde la investigación de campo de la compañía, dota a la tragedia de una postura política específica que es sutil en el original pero sumamente contundente en esta adaptación.

Esta obra me hizo llorar varias veces, muchas de ellas sin necesidad de la palabra. Desde ver a Ramón y Hortensia casarse, cada uno desde sus propias tradiciones, sin entender del todo las del otro, pero sabiendo que eso significaba amor, hasta ver a dos personajes despedirse para siempre con un solo gesto.

Para mí la tragedia alcanza su punto máximo cuando Ramón, desbordado por el dolor, recurre al español para hablarle a Hortensia, y yo volví a llorar. En ese instante, deseé que sus últimas palabras fueran en náayeri y que, aunque yo no pudiera entenderlas, él pudiera narrar su herida en su lengua materna. Ese quiebre, donde mi propio idioma se volvió distancia, cierra una obra que a pesar de ser una historia que conocía, logró sorprenderme en todo momento y conmoverme como hace mucho no me pasaba en el teatro.

Nacahue: Ramón y Hortensia no solo reinterpreta un clásico; lo reimagina desde nuestras raíces, impulsándonos a escuchar con otros oídos, a ver con otros ojos, y a sentir con otros corazones. Nos recuerda que es precisamente ahí donde el teatro cobra sentido y se convierte en un acto de comunión.

La obra seguirá con su gira por otros estados de la república gracias al programa de EFITeatro y se puede encontrar más información en sus redes sociales @loscolochosteatro. Por mi parte, no puedo esperar a que regresen.


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