Ir al contenido principal

Tres sillas, ninguna certeza

Revisitamos Una y tres sillas de Joseph Kosuth como un eco persistente de nuestras ansiedades contemporáneas: ¿qué es hoy el arte, la palabra o el objeto, en un mundo que nos fragmenta?

Por Alejandra Granados

 

Un objeto de madera (silla).

Una imagen de ese objeto (fotografía).

Una definición de ese objeto (texto).




Joseph Kosuth no inventó la silla, ni la fotografía, ni el diccionario. Lo que inventó, o al menos tensionó, fue el espacio mental donde esos tres convergen. En Una y tres sillas (1965), Kosuth parece proponernos un ejercicio de preescolar: “Esto es una silla, aquí su imagen, aquí su definición”. Pero en el acto, desplaza los cimientos de lo que entendemos por arte, por lenguaje, y hasta por realidad.

La pieza se compone, de forma estricta, de tres elementos: una silla de madera real, una fotografía en blanco y negro de esa misma silla colgada a un costado, y la definición de la palabra “silla” tomada de un diccionario, también ampliada y colocada junto a los otros dos elementos. El conjunto no busca ser estético en el sentido tradicional. No hay un trabajo de luz, de composición dramática o de formas extravagantes. Lo que Kosuth nos lanza es una situación: una intersección incómoda entre objeto, representación e idea.

Pongamos en contexto: estamos en 1965, en pleno auge del arte conceptual, donde artistas como Sol LeWitt, Lawrence Weiner o la propia Lucy Lippard teorizaban que el arte no tenía ya que ser un objeto sino una proposición, una idea. Kosuth, en su ensayo Art after philosophy (1969), afirma que “el arte es la definición del arte”, una frase que se vuelve la llave de lectura para su obra: si todo puede ser arte si lo declaramos, entonces todo puede ser desafiado, incluso la forma misma en que creemos conocer algo.

Vista desde el presente, Una y tres sillas no es solo una reflexión sobre la representación; es también una advertencia premonitoria. Hoy, en una época de inteligencias artificiales que producen imágenes de objetos que nunca existieron, de definiciones moldeadas por intereses algorítmicos, la pregunta sobre “qué es real” no solo es académica: es vital.

Cuando Kosuth alinea esos tres elementos, no lo hace para que elijamos cuál es la verdadera silla. Lo hace para revelarnos que toda experiencia humana está mediada. Que no accedemos al mundo directamente, sino a través de símbolos, imágenes, palabras. Cada objeto que creemos conocer es, en realidad, un juego de traducciones.

Este cuestionamiento resuena profundamente con nuestra vida diaria. ¿Qué es, por ejemplo, una “comunidad” hoy? ¿La gente que comparte territorio? ¿Su representación digital en un grupo de Facebook? ¿La definición jurídica en un documento? La obra de Kosuth no habla solo de sillas: habla de todo lo que intentamos nombrar y fijar en el mundo líquido en el que vivimos.

En América Latina, y particularmente en México, esta crisis de significado se siente aún más aguda. Aquí, las palabras han sido armas tanto como refugios. “Democracia”, “paz”, “justicia”, son términos que desbordan sus definiciones oficiales y viven en la tensión entre lo prometido y lo real. La violencia política, la crisis económica y las promesas incumplidas de progreso se reflejan en estos términos vacíos que, como en la obra de Kosuth, se enfrentan al dilema de ser entendidos, manipulados o resignificados. Frente a eso, la pregunta de Kosuth sigue activa: ¿aceptamos las palabras como verdades, o las enfrentamos como construcciones?

Una y tres sillas también permite trazar genealogías hasta prácticas actuales. Pienso en las obras de Teresa Margolles, quien utiliza palabras, objetos e imágenes para confrontarnos con la violencia en México. Sus instalaciones, que incorporan elementos como cadáveres, vestimenta y fotografías, producen una reflexión desgarradora sobre la precariedad de la vida y la muerte en el contexto mexicano.

De igual manera, artistas jóvenes tapatíos, como Miguel Asa y Laura Camargo, juegan con lenguajes precarizados (el objeto encontrado, la palabra rota, el documento inestable) para hablar no solo de la representación, sino de la experiencia misma del desplazamiento y el desarraigo. Asa, en piezas como “Los cuerpos que sobran”, utiliza materiales de desecho, como fragmentos de carteles y grafías urbanas, para intervenir espacios baldíos, registrando las huellas efímeras del abandono y la expulsión silenciosa. En estos trabajos, los elementos no están simplemente representando la violencia, sino que se convierten en registros materiales de una experiencia de despojo.

Por su parte, Camargo, en “Inventario de ausencias”, construye instalaciones mínimas con textos rotos, documentos escolares abandonados y muebles deteriorados. En su obra, el espacio se convierte en una metáfora de la memoria desplazada, donde los objetos no solo cuentan historias de abandono, sino de cuerpos y recuerdos que ya no encuentran lugar. En estas obras, como en la pieza de Kosuth, no hay promesas de acceso directo a la “realidad”: solo fragmentos, restos, signos en disputa. En todos ellos persiste la intuición kosuthiana: el arte no es solo forma, sino pregunta encarnada.

Más allá de su dimensión conceptual, me interesa lo que Una y tres sillas provoca emocionalmente. Aunque parece fría o académica al principio, en el fondo late una melancolía: la constatación de que jamás alcanzaremos la cosa misma. Siempre estaremos un paso detrás, atrapados entre el objeto que desaparece, su imagen que lo traiciona, y la palabra que intenta, torpemente, capturarlo.

Proyectada hacia el futuro, la obra de Kosuth no se desgasta: se multiplica. En un mundo donde existen ya metaversos, NFTs, inteligencias artificiales que inventan cuadros, y donde la distancia entre lo material y lo simbólico se amplía cada vez más, su pieza opera como un espejo. Nos recuerda que cada vez que miramos algo, no miramos el objeto desnudo, sino una capa de convenciones, lenguajes y contextos.

La silla de Kosuth no es un mueble: es una grieta en el tejido del sentido. Una que sigue creciendo.