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Los niños no lloran El llanto no permitido: cuando la emoción se guarda

Los niños no lloran explora la represión emocional masculina a través de dos historias entrelazadas en distintas épocas. Con una puesta en escena minimalista, cuestiona cómo la masculinidad ha sido moldeada por el silencio y la contención emocional. 

Por Carlos Urteaga Vidal 

Los niños no lloran es una puesta en escena que se sumerge en la compleja relación entre la masculinidad, la memoria y la imposibilidad del llanto. A través de dos líneas narrativas entrelazadas, la historia de Erick y Mario en los años ochenta, y la de Isaac y Mauricio en la actualidad, donde Isaac y Mauricio interpretan las vidas de sus respectivos padres, Erick y Mario, la obra propone una reflexión sobre cómo los hombres aprenden o desaprenden a expresar sus emociones. Con solo dos actores en escena, que interpretan todos los personajes, la obra apuesta por un teatro de síntesis, donde la actuación y los cambios de rol potencian la exploración de la masculinidad y la emoción contenida.

Uno de los aciertos de la obra es su capacidad para fusionar elementos autobiográficos en la dramaturgia. Isaac y Mauricio, los personajes de la línea temporal actual, investigan el llanto y su ausencia en sus propias vidas, lo que los lleva a confrontar la historia de sus padres.

De una forma casi documental, los creadores se inspiraron en entrevistas con sus propios padres para construir el guion, logran un diálogo entre generaciones que revela silencios heredados. 

En este sentido, la obra no solo habla del llanto como acto físico, sino de cómo, a lo largo del tiempo, los hombres han aprendido a guardarse ciertas emociones en lugar de expresarlas libremente. 

La dirección de Andrea Belén SánSa refuerza esta intimidad con una puesta en escena minimalista y frontal. Sin necesidad de grandes elementos escenográficos, la obra se apoya en la actuación y la conexión con el público para generar impacto. A pesar de que los actores hacen un excelente trabajo interpretando todos los personajes, en algunos momentos, los cambios de personaje o los saltos entre tiempos podrían beneficiarse de un mayor respaldo visual o sonoro, lo que ayudaría a hacer las transiciones más fluidas y claras para el espectador.

Otro elemento fundamental es el humor. A través de diálogos fluidos y momentos que exploran lo absurdo, Los niños no lloran logra un equilibrio entre la emoción y el humor, evitando el exceso de dramatismo y manteniendo al espectador inmerso en la historia. Un momento que ayuda a incluir al público es cuando invitan a uno de los espectadores a pasar al frente y formar parte de la obra. 

A mí me tocó participar, y fue una experiencia enriquecedora, ya que pude sentir la obra desde otra perspectiva, al igual que las personas que iban conmigo, lo que creó una mayor conexión entre el público y la obra. 

A pesar de esto, Los niños no lloran se sostiene como un ejercicio teatral valiente y necesario, que nos recuerda que la masculinidad ha sido construida históricamente sobre la contención emocional y la negación del llanto. Al ver la obra, es inevitable preguntarse cuántas generaciones han crecido con la idea de que llorar es sinónimo de debilidad. De esta manera, la obra no solo se dirige a los espectadores masculinos, sino que también abre un diálogo más amplio sobre cómo las estructuras sociales han influido en la forma en que se expresan las emociones.


 

En una activación llamada Drink and Barro, un grupo de personas tuvimos la oportunidad de platicar sobre los temas de la obra mientras hacíamos cerámica. Esta experiencia interactiva, que invitó a reflexionar sobre preguntas como ‘¿Por qué los niños no lloran?’ y ‘¿Cómo es el llanto?’, enriqueció la conexión con los temas tratados, permitiendo que los espectadores se involucraran de una manera más personal y reflexiva.

Más que una historia cerrada, Los niños no lloran es un detonador de preguntas.

Al salir del teatro, es posible que el público quede con la sensación de haber sido parte de una exploración honesta, donde lo personal se mezcla con lo colectivo, y donde, tal vez, permitirnos llorar se convierte en un acto de resistencia.

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