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El refugio de la imaginación: una mirada a El laberinto del fauno


Esta crítica explora El laberinto del fauno como una fusión entre la fantasía y la resistencia política, destacando su relevancia ética y estética en el mundo contemporáneo, así como su poder como herramienta personal para enfrentar la adversidad.

Por Cosas Pescao



Siempre he creído que el pensamiento mágico, la fantasía y lo fantástico no son mecanismos para huir de la realidad, sino formas profundas de enfrentarla. A lo largo de la vida, especialmente en los momentos más duros, imaginar otros mundos ha sido una manera de resistir sin sucumbir al dolor. Desde esa convicción personal, El laberinto del fauno (2006), dirigida por Guillermo del Toro, no solo me conmueve: me interpela de manera íntima.

Ambientada en la España de 1944, durante la posguerra franquista, la película sigue a Ofelia, una niña que se muda con su madre embarazada a un puesto militar en el campo, comandado por el capitán Vidal, su nuevo padrastro. Atrapada en un mundo de violencia y represión, Ofelia descubre un antiguo laberinto donde un fauno le revela que ella podría ser la reencarnación de una princesa perdida. Para regresar a su reino, deberá cumplir tres pruebas peligrosas.

Formalmente, la película combina dos niveles narrativos: uno realista, dominado por tonos fríos, grises y terrosos que expresan la brutalidad del régimen franquista, y otro fantástico, iluminado por verdes, dorados y texturas orgánicas que abren un portal a lo mítico. La fotografía de Guillermo Navarro y la música de Javier Navarrete sostienen esa atmósfera ambigua, donde la magia parece tan tangible —y tan peligrosa— como la violencia real. El diseño de criaturas, especialmente la inquietante figura del fauno interpretado por Doug Jones, enfatiza esa tensión constante entre fascinación y amenaza.

De esta manera, El laberinto del fauno plantea una reflexión poderosa: la imaginación no es un refugio frágil sino un acto de resistencia. Ofelia no utiliza la fantasía para evadirse, sino para afirmar un código ético distinto al que la rodea: la desobediencia a la autoridad injusta, la compasión hacia el otro, la elección del sacrificio antes que la sumisión. De esta forma, la película subvierte la idea tradicional de los cuentos de hadas como mundos seguros: aquí, lo fantástico también exige coraje, juicio y responsabilidad.



Del Toro se conecta con una larga tradición artística. Toma elementos clásicos de los cuentos de hadas —la heroína perdida, las pruebas imposibles, el monstruo tentador— pero los incrusta en un contexto de opresión histórica muy concreto. Esta operación recuerda las ideas de Bruno Bettelheim sobre cómo los cuentos permiten a los niños elaborar sus temores inconscientes. También dialoga con autores españoles como Ana María Matute, quienes desde la voz infantil retrataron el desgarro de una España devastada.

Para mi, El laberinto del fauno reafirma algo esencial: que preservar la imaginación es preservar la dignidad. Que, incluso cuando el entorno exige obediencia ciega, la fantasía nos ofrece una salida ética, un espacio donde la bondad aún puede triunfar, aunque sea a un costo doloroso. En momentos actuales, donde la violencia estructural, las guerras y las fracturas sociales siguen presentes, sostener la capacidad de imaginar mundos mejores no es ingenuidad: es una necesidad urgente.

Proyectando la obra hacia el futuro, El laberinto del fauno seguirá hablándonos mientras existan lugares donde la represión intente sofocar la imaginación. La película demuestra que soñar no es escapar: es un modo de resistir. Y mientras existan personas dispuestas a proteger su mundo interior, aun en medio del dolor, el arte de Guillermo del Toro mantendrá su relevancia.

Mientras existan regímenes que teman a la imaginación y a la inocencia, obras como El laberinto del fauno seguirán siendo necesarias, incómodas y vitales.


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