Cuando un problema social nos atraviesa, es difícil, como artista, identificar en qué momento se apropia de lo ajeno y cuando visibilizar se vuelve contraproducente
Por Ámbar Ceseña
Descombrar es una instalación de gran tamaño, que consiste en un muro completamente cubierto por cédulas de búsqueda de personas desaparecidas. La pieza está construida con impresión láser sobre papel bond, capas de yeso, cemento y barniz, y se presenta junto a herramientas, espátulas, cinceles, que invitan al espectador a raspar y desprender el material endurecido para desenterrar los rostros y datos de cada persona desaparecida. La obra se vuelve interactiva, involucrando al público en una acción simbólica de excavación o rescate; sin embargo, detrás de este gesto, que pareciera ser empático y crítico, se abren tensiones y cuestionamientos éticos que son importantes de abordar.
La pieza se inspira en Guadalajara, Jalisco, una ciudad que sufre la mayor crisis de desapariciones en México; las calles tapatías están repletas de cédulas reales, en postes, bardas, paradas de camiones, puentes peatonales, y glorietas, que se han vuelto parte del paisaje, pero no como decoración, sino como un grito y lucha permanente.
Aquí, los colectivos de búsqueda, principalmente compuestos por familiares de desaparecidos, realizan todos los días un trabajo que el Estado no hace: rastrear, denunciar, cavar con sus propias manos en fosas clandestinas y sostener la memoria de sus hijxs, buscando no solo justicia, sino paz de tener de nuevo con ellos a sus desaparecidos.
En este contexto, cualquier apropiación estética del tema se convierte en un terreno delicado. La artista, Doria Paulina, decide utilizar las cédulas como un material visual y simbólico, donde el acto de reproducirlas y pegarlas en un gran mural plantea una pregunta importante: ¿quién tiene derecho a usar estos rostros?
La desaparición en México no es un concepto o situación que se pueda utilizar a la ligera. Son vidas perdidas, familias heridas y búsquedas constantes. Convertir estas imágenes en un collage monumental dentro de una galería llega a estetizar la tragedia, aparte de encerrar en un espacio privado información que se lucha todo el tiempo por tener en las calles y que todos puedan y deban verlos.
El acto de raspar yeso para “descubrir” una cédula oculta pretende generar una experiencia inmersiva que conecta al espectador con la acción de buscar, pero esta acción puede sentirse como una simulación superficial de un sufrimiento real. Quienes buscan a sus familiares en cada rincón de Jalisco y del país no lo hacen por elección propia, sino por amor, desesperación y duelo, que se vieron obligados a experimentar. La pieza, al invitar a rascar, corre el riesgo de convertir lo que para cientos de familias es la actividad más dolorosa de sus vidas en una dinámica de fingir hacer algo al respecto.
La obra se convierte más en un gesto extractivista que un homenaje o denuncia efectiva. Utiliza el dolor ajeno como material, pero no parece devolver nada a las víctimas o a los colectivos. No hay reparación simbólica, memoria activa o participación real; simplemente exhibe y, en una ciudad donde las familias luchan diariamente para que sus desaparecidos no sean reducidos a estadísticas o papeles pegados en las calles, que un artista tome esos mismos formatos y los exponga como recurso visual puede sentirse revictimizante.
Otro punto problemático es la descontextualización. La obra no explica quiénes son estas personas, quiénes las buscan, qué historias hay detrás de sus rostros; al quedar todas las cédulas en un solo plano visual, se crea un efecto de anonimato, como si la desaparición fuera un fenómeno inevitable o completamente homogéneo, borrando las diferencias, las narrativas y las voces reales de las familias que llevan años sosteniendo estos rostros.
Esta pieza revela un problema recurrente en el arte contemporáneo: la apropiación estética del dolor social por parte de creadores que no pertenecen a las comunidades afectadas. Aunque el arte tiene derecho a volverse político y abarcar temas sociales que nos conciernen a todos, también tiene responsabilidad ética. Aquí, la obra se presenta como una experiencia contemplativa en una galería, mientras la crisis de desapariciones sigue terriblemente viva afuera.
La obra pretende visibilizar una realidad urgente, pero lo hace desde un lugar distante; en lugar de generar memoria, puede terminar reforzando una estética del horror que deshumaniza, como un consumo del sufrimiento ajeno.
En un país donde las familias exigen verdad, justicia y búsqueda, no basta con “raspar” la superficie del problema dentro de una exposición. Es necesario escuchar a las víctimas, colaborar con los colectivos y cuestionar desde dónde, para quién y con qué consecuencias se producen estas obras.