Jimena Herrería hace ruido desde lo visceral: una pieza suspendida que revela lo que el cuerpo hereda cuando la historia calla, hay violencias que no necesitan cuerpo para ser reales
Por Inti Figueroa
Lo que no tiene voz siempre encuentra cómo hacerse sentir. Las cosas que no se dicen regresan por el cuerpo, se instalan en las vísceras, laten en lo que heredamos sin saberlo. Aquí todo lo importante viaja por debajo de la piel. El miedo, la rabia, la memoria rota, el cansancio que no empieza en uno sino en los que vinieron antes. Y mientras el continente repite su ciclo de silencios, el cuerpo carga con lo que la historia no quiso procesar. Así se forma un nudo, una herencia incómoda, una intuición vieja, un resto de algo que nunca terminó de resolverse. Desde ese lugar —donde la violencia no necesita nombre y la memoria no necesita archivo— aparece Indomables, pieza de Jimena Herrería que convierte esa herencia silenciada en un cuerpo que no existe, pero insiste.
Lo que Jimena presenta con Indomables no es un objeto que quiera ser ambiguo: es un golpe, un recordatorio material de algo que normalmente preferimos no mirar. La pieza consiste en un nudo orgánico suspendido del techo, compuesto por una estructura metálica recubierta de biomaterial tratado con grana de cochinilla y palo de Brasil. Visualmente, tiene el gesto de algo húmedo, fresco, todavía incómodo. Pero lo que importa no es si parece un órgano real: lo que importa es lo que activa.
Herrería plantea la idea de un “órgano heredado”, y ahí está la clave. No se trata de representar una víscera, sino de construir una imagen física de todo aquello que se transfiere sin consentimiento: miedo, alerta, intuiciones, silencios. No hay metáfora rebuscada: el objeto cuelga porque hay cosas que siguen colgando en el presente, y porque esa tensión es parte de lo cotidiano. La obra es directa sin ser literal. No te dice qué sentir, pero te pone un peso enfrente.
Materialmente, la obra es efectiva. El biomaterial luce perecedero, casi blando, mientras que la cadena y la estructura interna hacen lo contrario: fijan el cuerpo en un punto. No es la forma, sino el choque entre fragilidad y soporte, entre piel que se deshace y metal que no cede. Ahí aparece la dimensión política: la pieza no es sobre “un cuerpo” sino sobre la sensación de estar sostenido, vigilado o expuesto por fuerzas más grandes que uno. Lo biológico como síntoma, no como fetiche.
Indomables también es una obra sólida porque no cae en soluciones fáciles. No hay recurso decorativo. No es gore ni es moralina. No intenta conmover por shock y tampoco pretende explicar la opresión de las mujeres desde un lugar didáctico que sería condescendiente. Materializa una tensión. Y esa tensión funciona porque cualquiera que haya vivido en México —o en América Latina— la reconoce al instante, desde su lugar ya su distancia.
¿Tiene puntos débiles? Si. La pieza depende mucho del montaje. Vista fuera del espacio correcto puede perder potencia, y el brillo del material corre el riesgo de volverse excesivo, casi distractor. Pero dentro del contexto adecuado la obra se sostiene, porque no apuesta al detalle fino sino a la presencia. Es una pieza que funciona más por cómo aparece ante el espectador que por su técnica.
La lectura más valiosa que deja Indomables es la que no formula explícitamente: la idea de que la violencia en esta región nunca es puramente individual. Se hereda. Se comparte. Se vuelve cuerpo, aunque no queramos. No representa nada en específico, pero toca una fibra común. No intenta hablar por nadie, pero permite que quien mire se conecte con algo que ya estaba ahí.
Herrería logra un equilibrio difícil: crear una pieza que trata un tema árido sin convertirlo en cliché, sin sentimentalismo, sin espectacularidad. Una pieza que se sostiene en lo que muestra, no en lo que promete. En un circuito donde muchas obras tratan de explicar demasiado, Indomables hace lo opuesto: deja espacio. Deja el silencio. Deja el peso colgando.
Y eso basta.
